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Al comienzo de la semana noté, entre las ofertas de trabajo del periódico Reforma, un anuncio de un restaurante de la Ciudad de México que buscaba lavaplatos. El requisito: un diploma de secundaria.

Hace años, la escuela no era para todos. Los salones eran espacios para la disciplina y el estudio. Los maestros eran figuras respetadas. Los padres, en efecto, les otorgaron el permiso para castigar a sus hijos por medio de cachetadas o jalones en las orejas. Pero por lo menos en esos tiempos, las escuelas apuntaban a ofrecer a su estudiantado una vida más digna.

Hoy más que nunca hay un mayor número de niños inscritos en el sistema educativo, pero aprenden mucho menos. Están a punto de no aprender nada. El porcentaje alfabetizado de la población mexicana está creciendo pero, en números absolutos, hay más analfabetas hoy en día de los que había hace 12 años. Aunque el alfabetismo básico, o sea la habilidad para leer señalamientos urbanos o el título de algún reportaje periodístico, esté creciendo, el hábito de leer libros permanece estancado. México, país que otrora pudiera haber sido considerado como bien educado, ocupó el penúltimo puesto, de 108 países, en un sondeo conducido por la Unesco sobre hábitos de lectura.

Uno no puede sino preguntarle al sistema educativo mexicano: ¿Cómo es posible que te entregue a mi hijo durante seis horas al día, cinco días a la semana y me regreses a alguien básicamente analfabeta?

A pesar de presentar un reciente desarrollo industrial y un número creciente de egresados en ingenierías, México se está tropezando en materia social, política y económica debido a que muchos de sus ciudadanos simplemente no leen. Tras su llegada al poder en diciembre, nuestro nuevo presidente, Enrique Peña Nieto, anunció inmediatamente un programa para mejorar la educación. Esto es típico. Todos los presidentes lo hacen al asumir el cargo.

Y ¿cuál fue su primer paso para mejorar la educación? Meter a la cárcel a la lideresa del sindicato de maestros, Elba Esther Gordillo —cosa que hizo la semana pasada—. Se sospecha que la señora Gordillo, que dirigió al sindicato de 1.5 millones de miembros durante 23 años, malversó alrededor de 200 millones de dólares.

Ella debe estar tras las rejas; pero una reforma educativa cuyo enfoque primordial sean los maestros en lugar de los estudiantes, no es noticia. Desde hace ya varios años, el trabajo del secretario de educación no ha sido educar al país, sino lidiar con los profesores y sus asuntos laborales. En México, nadie organi-za tantas huelgas como el sindicato de maestros. Y tristemente, muchos profesores, que compran o reciben por herencia su puesto, carecen, ellos mismos, de la educación necesaria.

Recuerdo que, durante una huelga en 2008 en Oaxaca, caminé por el campamento temporal en búsqueda de algún profesor leyendo un libro. No logré en-contrar uno solo entre decenas de miles. Si hallé, por otra parte, gente escuchando música a todo volumen, viendo la televisión, jugando cartas o dominó, vegetando. También vi un par de revistas sensacionalistas.

Así que no me debió haber sorprendido la respuesta que recibí de una audiencia de aproximadamente 300 adolescentes de entre 14 y 15 mientras conducía un evento en pro de la lectura. “¿A quién le gusta leer?” pregunté. Sólo una mano se alzó en el auditorio.

Elegí a cinco de la mayoría ignorante y les pedí que me dijeran por qué no les gustaba leer. El resultado era predecible: tartamudearon, se quejaron y se impa-cientaron. Ninguno era capaz de articular una frase, de expresar una idea.

Frustrado, le dije al quorum que se levantara y fuera a buscar algún libro para leer.

Uno de los profesores se me acercó, muy consternado. “Todavía tenemos 40 minutos”, me dijo. Le pidió a los chicos que se sentaran de nuevo, y comenzó a contarles una fábula sobre una planta que no lograba decidir si quería ser una flor o una col.

“Señor —le susurré—, esa historia es para el kínder”.

En 2002, Vicente Fox dio inicio a un plan nacional de lectura; eligió a Jorge Campos, un popular jugador de futbol, como vocero; ordenó imprimir millones de libros y mandó construir una inmensa biblioteca. El plan se ocupó del libro en lugar del lector.

He visto bodegas llenas de cientos de miles de libros olvidados, destinados originalmente para escuelas y bibliotecas, esperando pacientemente a que el polvo y la humedad los conviertan en basura.

Hace un par de años, hablé con el secretario de educación de mi estado natal, Nuevo León, acerca de la lectura escolar. Me miró, sin comprender qué quería. “En las escuelas a los niños se les enseña a leer”, me dijo. “Sí —le contesté—, pero no leen”. Le expliqué la diferencia entre saber leer y leer de hecho, entre de-scifrar indicaciones peatonales y acceder al canon literario. Se preguntaba cuál era el punto de que los estudiantes leyeran a Don Quijote. Me dijo que tenía-mos que enseñarles a leer el periódico.

Cuando mi hija tenía 15 años, su profesora de literatura prohibió todas las obras de ficción de su salón. “Vamos a leer libros de texto de historia y biología —les dijo—, porque de tal manera aprenderán y leerán al mismo tiempo”. Nuestras escuelas educan a nuestros hijos de acuerdo a lo que es fácil de enseñar y no lo que necesitan aprender. Es por esta razón que las humanidades han sido hechas a un lado en nuestro país.

Hemos convertido a nuestras escuelas en fábricas que escupen empleados. Sin ningún tipo de reto intelectual, los estudiantes pueden pasar de un grado a otro mientras que asistan a clase y se rindan ante sus maestros. A la luz de lo anterior, es completamente natural que usemos la secundaria como planta de entrenamiento para choferes, meseros y lavaplatos.

Esto no se trata únicamente de mejor financiamiento. México gasta más de 5 por ciento de su PIB en educación —prácticamente lo mismo que gasta EU—. Y el problema tampoco orbita alrededor de teorías pedagógicas y nuevas técnicas que busquen atajos.

La máquina educativa no necesita un ajuste, necesita un cambio completo de dirección.

Necesita hacer que sus estudiantes lean, lean, lean.

Pero quizás el gobierno mexicano no está listo para que su gente sea educada verdaderamente. Sabemos que los libros le dan ambiciones, expectativas y un sentido de dignidad a los lectores.

Si mañana despertáramos igual de educados que los finlandeses, les calles estarían repletas de ciudadanos indignados y nuestro temeroso gobierno estaría preguntándose de dónde fue que estas personas obtuvieron más que un entrenamiento de lavaplatos.

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